lunes, 26 de diciembre de 2011

Nuevos moldes

Nota mental: Aquí [         ] va inserta una despedida a todas las esperanzas forjadas durante 2011, que entra en vigencia el 1 de enero de 2012. Ese día se estrenan los nuevos moldes.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Un 16 de marzo:

¿Qué quisieras, qué más quisieras, que el hombre artista, tú, mujer-artista?
¿Qué más radical deseo que el tenerlo si él te tiene, en la simetría ideal de el polvo que es Polvo y no partículas aisladas: el polvo, más el polvo, más el polvo...?
¿Qué más lejano, más presente, que la letánica mirada del Amado, que recuerda de lo sagrado algo, algo más oscuro que el deseo nunca desterrado?

domingo, 6 de noviembre de 2011

Una mañana

Contadas las horas del día
quedan mientras tus ojos se abren y miran
un momento
el techo y luego la ventana, y luego el recuerdo,
y luego a esa que soy yo,
que está más con tu cuerpo que contigo.

Caes en mis manos, deseo,
deseo andante, con nombre, con sueños,
caes aquí, 
aquí, en medio de mis piernas (y alegrías),
en medio de la nada, del mal intermitente,
del movimiento abrupto, de la voz que pide
corrupción a gritos sordos.

Contadas, pues, las horas de espera
de letras que son lunares en rostros lejanos,
y caricias de manos de ausencias que duelen,
de sabores fantasmas de labios-ensueños,
de vigilias... de vigilias.
Atrapado estás entre vigas de cristal suave
que se enlazan en tu espalda
como buscando apuñalarte.

Apuñálame tú a mí.
Entra en las cavernas que ante ti se abren
en una tierra de piel cálida, blanca arena;
escucha los ecos-respiraciones.
Porque juntos, tú, yo y la carne, nos iremos
en la muerte violenta del orgasmo.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Ensayo sobre las máscaras

Es curioso cómo una máscara suele aparecer incluso cuando una persona se cree más honesta. Aparece en forma de viento que agita un mechón de cabello; que le da al amante una perspectiva inefable de la amada. Ese mechón que se agita realza la belleza de esta, de tal manera que todo lo antecede a ese momento -que regularmente vendrá acompañado de una sonrisa mutua, y un silencio amoroso- se convierte en la negación de ese amor tan natural que, sin embargo, gracias al XIX y su Romanticismo seguimos ensalzando. Esos momentos fotográficos construyen, pues, máscaras en las máscaras. Una perspectiva enamora o mata, una sombra realza o esconde. Las máscaras somos nosotros. El amor es la entrega de algo que está bajo la máscara, que se mantiene indiferente incluso a las palabras: a esos "te amo" dudosos. La entrega de lo inefable, de eso que ni siquiera nos pertenece a nosotros mismos, es la redención. Las máscaras son sólo intermediarias.

domingo, 2 de octubre de 2011

Metro Tacuba, uno de octubre, nueve y media de la noche

Una memoria nace en el momento menos esperado del día.
Cuando anochece, cuando la canción, la vista
y el cansancio se entremezclan.
Un aroma perdido en el aire sugiere
algo que nos marca, que nos sigue.
Un sonido que recuerda algo, otra vez:
una canción.
Un hombre que de espaldas semeja a alguien
no antes visto.
La caricia imaginada,
el encuentro, el quererse comer las horas,
el querer ahorcarlas.
Sí, no hay más.
Las búsquedas erradas cayeron desde
el ningún lugar en donde habían sido guardadas.
Algo nos llama, a lo lejos...
Un hombre, una memoria nunca antes vista
se convierte en algo que recuerda algo.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Retrato: una anécdota



No estoy trazando tu retrato, aunque sé que me gustaría que te vieras en ese retrato y al verte supieras como te veía yo. Sin embargo, no eres mi modelo; eres el recuerdo que tengo de un retrato que me sirve para llegar hasta ti como  modelo. Ignoro por qué quiero hacerlo, del mismo modo que no sé por qué, al cabo de tanto tiempo muchas veces despierto pensando en ti.

Juan García Ponce, "Envío"


Tal vez uno solo entre todos los amores rechazados era la puerta tan anhelada. Acaso uno solo entre todos los amores aceptados era en verdad una salvación. Pero no todos. Tal vez a fin de cuentas sí hay un orden, es decir, dos tipos de amor: uno que busca la salvación, y otro que no busca nada, que no significa nada, que no tiene la menor trascendencia, pero que en sí mismo es la salvación.

Daniel González Dueñas, Contra el amor





Trato de evocarlo. Era nochebuena, una especialmente fría (o tal vez era que yo no había pasado muchas nochebuenas a la intemperie). Estábamos varios de nosotros reunidos en el patio de la casa de la tía Susana. Adentro también había gente, se escuchaban risas y música animada, como para bailar, aunque yo nunca fui mucho de eso. Trato de evocar bien las imágenes de ese recuerdo, así como evoco la suya, pero todo lo demás parece difuso, neblinoso, como siempre resulta en las memorias de anécdotas simples. 

Tal vez sea eso.

En una ocasión tan común como puede ser una reunión familiar que se repite todos los años, algo extraordinario sucedió. Por eso, si alguien mirara la secuencia en mi mente, sólo vería su figura sobre el mundo desenfocado, como en esas fotografías profesionales en donde lo único que importa es lo único que se ve.

Pues bien, que ya entrada la noche, la reja de la entrada rechinó. Tres hombres entraron, conversando entre ellos animosamente. Uno me era familiar por ser amigo de mi primo, el otro: mi primo; al tercero no lo había visto nunca. Llevaba una chamarra de mezclilla de un azul muy claro. Usaba lentes. Cabello castaño, de piel muy blanca. Sonrisa pícara, como de niño. Su mirada recorrió el lugar y, por unos segundos, intercambiamos un vistazo fugaz sin mayor relevancia que la que tuvo en mí, y que hasta hoy perdura. Puede que la memoria me traicione, puede... pero no. No con él. Mi primo lo presentó a la familia cercana de modo casual, y luego los tres se sentaron y tomaron cervezas de una hielera próxima a ellos. Inicialmente no lo miraba por algo en particular. Sino, tal vez, por ser el único elemento discordante en la tranquila cotidianidad de la familia.

Del mismo modo en que, al mirar un cuadro que ha estado colgado en la pared desde siempre, de pronto un día, atónitos, descubrimos un detalle que había pasado desapercibido; así, en algún punto de la noche, lo cotidiano se rompía a pedazos, como la huella en forma de telaraña del golpe de una roca en un cristal, alrededor de aquel hombre. No hay otra forma, con menos palabras, de describirlo.

Sus expresiones iban de la risa, a la sonrisa, y luego a la seriedad; luego la seriedad se quebraba por una carcajada, y la carcajada se interrumpía por un trago de cerveza. Pero en algún momento, y no sé cómo o por qué; si se sintió observado o simplemente fue casualidad, me miró, desconcertado por algo que acababan de decirle. El desconcierto se borró. Me sonrió con una de esas sonrisas que dicen simplemente "Hola". Le sonreí y me llevé una mano al pecho, como buscando un crucifijo inexistente, cosa que hago con frecuencia cuando no sé qué más hacer. Bajé la mirada y la dirigí hacia otro lado, hacia una tía, hacia los que estaban en mi círculo, como si estuviera interesada en la conversación que ahí se desarrollaba

"... pues, la bicicleta estaba muy bonita, yo creo que estaba cara... "

Escondí las manos en el suéter. Llevaba puesto uno negro de cuello de tortuga. Ese día no me maquillé. "No me maquillé. Traigo la cara más pálida que la..." Y era él quien me miraba en esta ocasión. En el instante en que atrapé su mirada (Digo "atrapé", porque cuando me percaté de que me observaba, fue como el momento en que se hace un movimiento rápido con la mano y se atrapa una mosca, para sorpresa y orgullo de uno mismo) él bajó la vista y sonrió ante algo que mi primo dijo. Y vaya que recuerdo bien ese momento. Él, con una sonrisa levemente dibujada. Perfil tres cuartos. Las dos manos alrededor de la lata. Cabeza inclinada. Mirada tierna al suelo. Alza la mirada, y de nuevo nos cruzamos. 

La tía Susana siempre hacía tanta cena como para alimentar a todo el vecindario, y aún para que este pudiera guardar un poco para el desayuno. Pero era sólo para nosotros, unos veinticinco. Cuando llegó, pues, el momento de cenar, momento en que entre risas, charlas, música y movimiento, todos los invitados fueron entrando poco a poco a la casa, no sé si por una de esas raras ironías que parecen casi sacadas de película romántica, o por azar, o por que alguien decidió hacerlo ya consciente de lo que pasaba entre nosotros, él quedó enfrente de mí en la mesa.

Así, entre conversaciones, bocados, tragos, miradas momentáneas, más risas, pláticas, aportaciones, a veces suyas, a veces mías, a la conversación, creamos una especie de vínculo que, aún sin habernos dirigido directamente el uno al otro en toda la noche, era más cálido que la sensación del tequila deslizándose por la garganta.

Hubo un momento, cuando todos los platos estaban siendo recogidos por la tía y la prima, en que el primo, el amigo, y aquellos que estaban sentados a mis costados se levantaron para salir de nuevo. Él se quedó quieto, con los codos recargados sobre la mesa, los labios recargados sobre los dedos entrecruzados de sus manos, y la mirada perdida, que luego encontró camino hacia la mía. Nos sonreímos.

En el patio, de vuelta, me habló de su vida, de su trabajo. Era alguna clase de editor aficionado a la fotografía. Tenía una voz grave, pero hablaba tímidamente. Cuando callaba para dejarme hablar, sus labios permanecían levemente entreabiertos, como para facilitar las sonrisas sutiles que se dibujaban en su rostro con frecuencia.

Los temas de la conversación no eran importantes, los recuerdo sólo de manera superficial. Un puente se creaba con cada mirada, con la cercanía física que era cada vez más normal, con el tono de cada palabra que oscilaba entre la dulzura y la curiosidad del otro. Rocé su mano accidentalmente y él la apretó. El alcohol hacía de las suyas, sí, pero no podría decirse que nos movíamos según meras reacciones etílicas.

En la madrugada de navidad se ofreció a llevarme a mi departamento. Nos despedimos de mi familia que estaba demasiado ocupada en esas conversaciones que hasta la fecha no puedo recordar. El otro amigo se despidió con el entusiasmo de la borrachera de las 3 de la mañana. Mi primo nos despidió sin recelo, con un simple "Con cuidado", y yo recibí todas aquellas normalidades con la extrañeza de quien sabe que no hay normalidad alguna en tales reacciones de tranquilidad, de confianza cotidiana.

Ya en mi departamento lo invité a pasar no estando muy segura de lo que pasaría a continuación. Preparaba café en la cocina cuando se fue la luz. Con las tazas en mano nos sentamos en el sillón bajo la ventana y alcancé a ver sus facciones bañadas por la tenue iluminación de la calle. Nos besamos. Recargué mi cabeza en su pecho y hablamos, de nuevo, de todo y de nada. Anécdota tras anécdota la madrugada se devoraba a sí misma, como la serpiente que se traga su propia cola, como una serie de fotografías cuyos detalles varían sólo muy brevemente. Sí, pensé que terminaríamos acostándonos, pero no fue así. No tengo ni idea de por qué. Tal vez el erotismo intrínseco en el tener todas las posibilidades de hacerlo, y siempre estar a punto de, y siempre, siempre quedarse en ese punto, era suficiente para nosotros, en ese momento.

Suponía que no lo volvería a ver. Se levantó del sillón para quitarse la chamarra. Y lo miré, así, un momento, de cuerpo completo: el pantalón, no tan ajustado, pero que entreveraba detalles de las formas que abajo de él se escondían; la playera azul oscuro pegada al cuerpo que formaba pliegues misteriosos alrededor de su torso recto y bien simétrico; la forma triangular de su espalda, que era ancha. Las sombras que cruzaban su rostro, la expresión que me indagaba, que se hacía y me hacía preguntas. Se sentó a mi lado. Me apretó una mano y me jaló hacia él. Nos recostamos en el sillón y así nos quedamos hasta que el negro de la noche se tornó gris. Se escuchaban los trinos de las aves. Un suspiro suave de sus labios a mi oído me despertó de un sueño en el que yo conocía a ese hombre desde todos los tiempos. Abrí los ojos. La luz de la mañana ya reverberaba en su cabello castaño y, en una suerte de cascada, le resbalaba por el rostro hasta tocar mi propia piel. Apretó su pecho a mi espalda mientras hundía su rostro en mi cabello.

-¿Qué nos espera? -dijo en un susurro que se desvanecía como el último eco en una cueva lejana.

Era navidad.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Búsqueda

Eran cerca de las dos de la mañana cuando la figura encapuchada rondaba la taberna, la cual estaba en su punto de mayor actividad. Las siluetas de todos los presentes eran visibles a través de las ventanas y se escuchaban voces, música y risas. Un hombre y una mujer salieron y comenzaron a besarse y a tocarse lascivamente. Se desplazaron, entre caricias, hacia el lugar más oscuro que encontraron y desparecieron. Había antorchas que señalaban el camino de cada lado de la puerta.

Te voy a matar, monstruo.

El héroe era celebrado según su merecimiento. Sus marinos, de igual modo, tomaban parte de los beneficios festivos que su señor ya gozaba. Varias mujeres con el torso desnudo reían y coqueteaban con ellos. Pero era Teseo quien estaba rodeado por cuantas podía contar con los dedos de las manos. Era el punto más álgido de la madrugada; sin embargo, adentro de aquel lugar la gente sudaba, bebía, y en algunos casos fornicaba.

Te voy a matar, monstruo.

El encapuchado entró sin ser notado en un principio. Teseo besaba a una mujer entre risas y tragos de vino. Un viento frío silenció el lugar de golpe, como el grito sordo de La Muerte que se extiende y que congela hasta al más bravo. Las mujeres gritaron, y los hombres se levantaron de golpe procurando alcanzar sus armas. Fue entonces cuando el héroe, aterrado, se dio cuenta de que aquel hijo bastardo de Poseidón, pero no menos amado por este, lo miraba fijamente. La luz, ahora trastornada por el movimiento convulso de todos los presentes, que huían, que se armaban, que se escondían, se reflejaba en sus ojos, como se refleja en los ojos de las bestias. Pero él no era una bestia, no del todo, no, era algo más. La luz de las antorchas refulgía detrás de él. La capa cayó, y aquellos cuernos de toro sobresalieron majestuosamente. Luego recuerdo un rugido, aterrador y apremiante, como el de un león, o como el de veinte (no sabría decirlo). Teseo se orinó del terror. Nadie se había (o se habría) atrevido a enfrentar al Minotauro, dando por hecho que el héroe finalizaría la hazaña que lo había marcado, que daría vida a la leyenda. Una cruenta batalla tuvo lugar ahí, sin duda. O eso fue lo que todos dijeron para no manchar el recuerdo de aquel joven que había salvado, alguna vez, a su gente. La verdad fue que los gritos horrorizaron de tal modo a los presentes, y a los curiosos, que todos, uno a uno, se fueron marchando. Sí, los gritos de aquel héroe, que luego de un forcejeo sin sentido, fue devorado lentamente. Los gritos... al fin cesaron, mas los rugidos del monstruo enfurecido no callaron hasta que de Teseo sólo quedaron trozos pequeños, que ya en la mañana los perros devoraron gustosos; y un letrero, escrito con la sangre derramada:


Ἀριάδνη



domingo, 11 de septiembre de 2011

Nunca se sabe que lado del río de fuego se alimenta con cada sonrisa, con cada sueño, o con cada bofetada. La bestia en nosotros (o que somos nosotros) es indecisa y en todos –porque este río tiene muchos lados– mora a ratos; en todos exhala un poco de su espíritu. Cada palabra que decimos la invita a cambiar de lugar. El fuego nunca la consume a ella. Nos consume a nosotros. La bestia, en todas las etapas del fuego del río, acaba[rá] adueñándose de nuestra identidad.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Carencias

Ariadna despertó. La niebla matinal hacía borroso el paisaje. Frío inusual.
Teseo ya no estaba. Y ella, ahí, sola y desnuda, se soltó a llorar con un llanto ahogado y agudo. Un grito de horror, casi aberrante, casi monstruoso, salió paulatinamente de su garganta hasta romperse él solo contra las olas del mar que rugía al unísono. El grito se extendió más allá de ella, atravesó la isla, silenció a las aves, quebró el aire, y luego se deshizo. Ni un solo barco se divisaba en el horizonte.

Entremés

Alguna vez te hablé desde lo más oscuro de mí, desde el miedo a ti, a mí misma.
Ya nos habíamos mirado

Soñé imágenes conjugadas en tiempo pasado,
como palabras que tomaran color, y forma.
Con el pasado mismo que nos une, pero que pareciera no estar ahí.
Esta es, sí, sólo una imagen traducida.
Ya estuvimos bajo el mismo techo, ya
alguna vez, en el pasado. Ya nos miramos, seguramente.

... pero tú ya lo sabías.

lunes, 29 de agosto de 2011

Punto de encuentro

Aquí, ahora, es el tiempo,
el lugar que esperamos.
¿O en el que esperamos?
No hay más. No hay búsquedas erradas,
no hay encuentros, no hay salvación.
Amigo mío,
habib, el horizonte nos muestra sólo
detalles nimios, solos caminos
que podríamos caminar.
No hay absolutos: cambian.
Las aguas nunca son las mismas.
La lluvia -cada una de las gotas que toquen tu cuerpo-
eres tú.
Las nubes color plomo, la tormenta,
ahí somos los dos, pero no como los dos,
porque somos un correlato, la respiración del aire que pasa entre nosotros,
que nos toca en la distancia.
Te veo. Tu mirada se alza al cielo.
Sonríes.
No hay nada más que eso.

(El mundo se calla).

Todos los caminos me llevan a ti.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Un cuento

Pasión desbordada, mitificada.
Pasión álgida, pasión sin sentido.
Y es que tú, mi amado, eres
el desgaste absoluto del camino,
el pie quebrado en el sendero,
la duda innata,
el alcohol que siempre puede embriagar un poco más.
Hoy que te encontré fuiste tú
el recuerdo que, aunque vive en mí enterrado,
no tiene rostro.
Pero sí tiene voz,
porque me habla siempre,
desde la vigilia,
desde ese mirar sin mirar de los traslados,
desde las búsquedas de algo quieto detrás del cristal.
Voz que es fuego y trampa, sin sonido.
Recuerdo.
¿Cuál es tu nombre?
Tú nombre es hoy uno impronunciable,
con el que podría construir (sólo eso) anagramas peculiares.
No es el ladrillo que busqué para el próximo muro de Jerusalem.
Tu rostro fue por un momento su rostro, sí.
Pero el recuerdo (¡oh, amnesia corrupta!) se olvidó de mí.
Fuiste sólo miradas fugaces,
una plática casual (que por supuesto yo había buscado).
Un encuentro favorecido por todo,
excepto por el amor.

jueves, 18 de agosto de 2011

Sobre genealogías malditas


Mis dos apellidos provienen de hombres deshonestos que, según la tradición cristiana, se van a ir al infierno; según la budista, van a reencarnar en cucarachas (si no es que uno de ellos ya lo hizo) y según yo, sólo merecen vivir en este escrito, únicamente por la influencia positiva que sus malas acciones tuvieron en mi vida.

El Huidobro, por un lado, proviene de Luis Huidobro Polo, mi progenitor, al que no me atrevo a llamar ni padre porque jamás cumplió con dicha función. El bastardo éste se dedicó a procrear desde temprana edad, y no contento con romper el corazón de cuanta mujer se le atravesó, también tenía especial gusto por deslindarse de su progenie al grado de vivir sumamente tranquilo sin saber de ellos nunca más. Pero este comportamiento no era exclusivo para con sus hijos. Durante años evitó contacto con sus hermanos, y no derramó ni una sola lágrima cuando le informé de la muerte de uno de ellos. El señor Huidobro volvió a salir de mi vida cuando, después de unos días de feliz convivencia ficticia, me llamó desde su actual Yucatán y le pedí ayuda económica. Desapareció, y yo, por supuesto, lo maldije y le deseé la muerte con una vehemencia tal que si ahora alguien me pidiera que reviviera el momento, que repitiera todo lo que le escribí (porque el muy cobarde no se atrevió a hablar conmigo de nuevo) yo misma juraría que esas palabras no salieron de mí, sino de algo más oscuro, más lejano, que aunque vive en mí, no suele hacer acto de presencia nunca.

El Chacón, por otro lado, le pertenece al señor Rubén Chacón Chaboya, mi abuelo materno. Este hombre desposó a mi entonces joven abuela. De los hechos posteriores a esto, claro está, llegó mi querida madre al mundo. Luego, dejando embarazada a mi abuela por segunda ocasión, se largó por asuntos de trabajo y no se supo de él por largo tiempo. Mi abuela perdió a ese segundo hijo y, cuando en algún funeral abuelo y abuela se volvieron a ver, éste ya tenía otra familia. Una hermana de ella le recomendó demandarlo; ella sólo quiso un divorcio discreto, simple (tan simple como un divorcio pueda ser). Luego de esto, el señor visitó a mi madre con la frecuencia más propia para las visitas a familiares lejanos. Un dato curioso al respecto de este individuo es que yo recuerdo claramente haberlo conocido. La primera vez que yo lo vi, fue la última que lo vio mi madre. En aquella ocasión, en que yo tendría 2 años, mi abuelo me regaló un memorama de personajes de Disney. A mi mamá le dio boletos del metro para la regresada a casa, y tan tán. No volvimos a saber nada de él, nunca.

Pero, pese a lo que pudiera pensarse con respecto a esto, no escribo para quejarme de lo que subyace a mis apellidos, de mi genealogía maldita. Escribo, precisamente para lo contrario, para redimirlos. Porque algún día tendré un esposo, hijos, una familia que trascenderá cualquier rezago de dolor, o impulso inconsciente de repetición que el pasado (y sus integrantes) haya podido provocar en mi persona. No sé si haya tristezas genéticas o maldiciones familiares, pero esto, a manera de edicto, es precisamente la afirmación que nace de toda la Novela romántica que es la historia de mi familia. Yo soy mejor que eso. Y algún día estos dos apellidos sonarán menos a ellos, y más a mí.

martes, 19 de julio de 2011

El laberinto posterior

Esa misma noche él supo que se soñaban. Que ese laberinto intemporal era su vínculo.

lunes, 18 de julio de 2011

Un sueño

Ariadna soñó que volvía a tener a su hermano enfrente. Soñó que le hablaba y que, como todas esas noches en el laberinto, oía su respiración y veía la silueta de su rostro de forma difusa en la oscuridad; ese rostro que no era el de un humano, pero que tampoco era el de un animal. Sus ojos, como los de un ciervo que recibe luz de golpe, destellaban cuando éste cambiaba de posición. Su voz de hombre adolescente (de uno normal) resonaba en las cavidades infinitas de aquel recinto. Ella, sentada en el suelo, recargada en la pared contraria, miraba al cielo.

-¿Me escuchas, Asterión? -dijo sin desviar la mirada de su objetivo celeste, y el eco se repitió hasta perderse en sus propios recovecos vocálicos.
-Siempre te escucho -En su voz se percibía la usual nota melancólica, la cual se hacía aún más aguda cuando hablaba con su hermana.

Asterión se acercó a ella en la oscuridad, y Ariadna lo sintió sentarse a su lado. La enorme mano de aquél se posó suavemente sobre la suya; la sensación del frío de sus garras-pezuñas, y la tibieza del cuero aterciopelado de su piel, le resultaba siempre reconfortante.

-No quiero más amor que el tuyo -susurró ella, rompiendo el silencio.
Sintio el gigantesco brazo tomarla por la cintura. El hermano atrajo a la hermana hacia sí, y ésta le rodeo el cuello, tan grueso como un tronco, con sus brazos delgaditos.

Ariadna despertó. Se sentó en el lecho y miró largo rato a Teseo. Era realmente hermoso.

domingo, 17 de julio de 2011

La isla y la noche

Teseo estaba recostado en el camastro, estirado sobre su espalda, relajadamente. Una copa de vino en su mano derecha se mecía como el mar bajo el influjo del viento. La miraba con lujuria, casi con hambre, casi con el hambre de un marinero famélico cuya dieta ha estado limitada durante meses a granos de trigo.

-Desnúdate.

Ariadna obedeció. El blanco semitransparente manto se deslizó desde su pecho hasta sus pies. La curvilínea y pálida figura resaltó en contra del horizonte nocturno. Se acercó con lentitud hacia su amante, y su amante hizo lo que cualquier héroe en su lugar hubiera hecho: La tomó con violencia, con sed, con ansia, con todo el deseo que tenía de tomarla de aquella manera desde que ella se le había insinuado por primera vez. Él -se decía a sí mismo- la había salvado del laberinto, y no al revés. Ariadna le pertenecía, por derecho heróico.

sábado, 16 de julio de 2011

Recuerdos

Lo que Teseo no sabía era que Ariadna había pasado gran parte de su infancia acompañando a su hermano. Asterión dominaba el lenguaje con maestría, gracias a las tempranas lecciones que había recibido de ella. Cuando los cuernos de aquel eran apenas diminutos asomos de hueso, solían caminar por el laberinto tomados de la mano.

-¿Me querrás siempre, hermano? -preguntó un día la niña.
-Siempre -respondió la bestia-niño.

sábado, 11 de junio de 2011

Una lectura de Muerte sin fin, de José Gorostiza

Es complicado hablar de lecturas alternas de obras consagradas como Muerte sin fin. Si bien, por un lado, la crítica oficial y los académicos ya se han encargado de estudiar a fondo los detalles que caracterizan a esta obra, todavía quedan, por el otro, una serie de alternativas en la percepción de los detalles que la conforman. La totalidad de las posibles lecturas nunca quedará cerrada a nuevas adiciones, ya que Muerte sin fin es un poema que habla de una variedad impresionante de temas, los que, sin embargo, circundan siempre en torno a un origen básico, fundamental: el vaso y su contenido como una metáfora de todo cuando ha sido y es. El vaso como una representación material de aquello que contiene lo informe y que le da forma a esto mismo. Así, el hombre es el agua que se desborda y que necesita de un sostén metafísico para existir, porque si bien el vaso representa a Dios, es también todo aquello que dota de razón de ser a cualquier suceso plausible en el mundo.

Los primeros versos de Muerte sin fin se consolidan, desde mi perspectiva, como un Génesis del resto del texto. La mente viaja hacia el origen, regresa a la semilla de todo y, desde ahí, se transporta paso a paso a través de todo lo que concierne a la inteligencia del ser humano, y de todas las preguntas que es capaz de plantearse. Este Génesis deviene en la idea de un universo que toma conciencia de sí mismo y a través de este conocimiento traza una suerte de mapa para explicar su propia existencia y para todo lo que, a partir de esto, él producirá. Dice Arturo Cantú en su estudio sobre Muerte sin fin, titulado “En la red de cristal”: «Dios, como cualquier tipo de determinación sobre la materia».[1] Así pues, el inicio de este poema transcurre a través de los planteamientos que la voz poética se hace al observar el vaso y hacer las analogías correspondientes. Si bien esta primera fase no transcurre al iniciar un sueño como en el conocido poema de Sor Juana, sí es producto de una elevación que procede de la contemplación, por lo que el sueño, o mejor dicho el ensueño, está presente en todo momento del texto, en el origen mismo de las ideas y las imágenes. En el ya mencionado estudio Cantú hace una mención que parece avalar el planteamiento: «”Soñar” es lo mismo que concebir el mundo, pensarlo, ordenarlo, tarea de la inteligencia divina […].[2]»

La simpleza de un vaso, su forma básica y el agua que contiene es por sí mismo una metáfora simple de lo más complejo, como una figura a escala de todo cuando constituye al universo. No sólo hablando de un universo material, sino de uno que trasciende cualquier idea de materia que pueda tenerse. Como en un caleidoscopio las formas se entremezclan dando paso a nuevos matices y combinaciones. No es de extrañarse, pues, que el texto hasta cierto punto sea un ciclo cuyos puntos fundamentales esconden siempre una visión que va de lo escabroso, por la nimia condición del ser humano ante la grandeza de cuanto es parte, hasta lo que nos lleva a la total duda ontológica de la existencia de todo lo que es y lo que se supone que somos.

Otro elemento de suma importancia dentro del texto es la idea del sueño dentro del sueño y el mundo como sueño de alguien, de un demiurgo o inteligencia que aunque imagina, no ha creado del todo, porque la materia que contiene aún es informe e incapaz de sostenerse sin el soporte del vaso. El concepto de la inteligencia creadora que se pone en duda Un juego de espejos hace que las imágenes poéticas aparezcan embonadas aunque temáticamente pudiera decirse que no están directamente relacionadas. Es justo en este aspecto en donde puede notarse la relación entre la estructura del poema y el contenido: Todo está conectado desde las raíces aunque en la superficie esta conexión no sea del todo obvia.

El planteamiento que ya se ha sembrado en la mente del lector al inicio del poema, más adelante, en otras partes, resurgirá de nuevo como esa metáfora de la planta que regresa a la semilla, y la materia informe que regresa a su fuente. La vida no busca más que morir para volver al lugar de donde proviene. La gota se evaporará para regresar al mar. La inteligencia individual regresará a La Inteligencia. Con respecto a esto, hay dos partes que llaman la atención. La primera está presente en los versos 160 y 161: «¡planta-semilla-planta! / ¡planta-semilla-planta!», que recuerdan la concepción del tiempo cíclico: hechos que reflejados en espejos múltiples no son más que reproducciones de sucesos anteriores. Luego, el tópico aparece en el siguiente fragmento:


[…]
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en sí, la pura forma,
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a construir el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto el dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.[3]

El agua se evapora para regresar a las nubes, la vida regresa al principio cuando muy probablemente aún no era vida, como si el ser regresara al vientre materno y aun a la materia que hizo posible su creación; y las estrellas que ahora brillan se apagaran para dar paso a la oscuridad primigenia.

Más adelante se habla de la vida y la muerte como extremos del mismo ciclo, del mismo cordón. La muerte como el final de la vida, o la vida como el principio de la muerte. Si el mundo es sueño, y el hombre está en el mundo, el hombre es parte del sueño, y por lo tanto, habrá de desaparecer con éste.

Es llamativa la intervención final del Diablo que aparece en canciones de estilo más popular. La aparición de la antítesis de Dios nos sugiere algo; en mi opinión, un ruptura con la idea del Dios soñador como una inteligencia enteramente consciente de su creación; porque si bien la inteligencia creadora puede tener un origen en sí misma, también podría ser fin en sí misma: un ser que es principio y fin; y si nosotros somos el sueño de esta inteligencia, ¿qué pasará cuando esta despierte? Si somos aun la materia informe, el agua a través de la cual se puede apreciar el mundo entero, pero que no puede sostener forma alguna más que cuando es contenida, ¿qué pasaría si el vaso decidiera ya no hacerlo más, si abandonara definitivamente su cometido? Y si este mundo que es sueño fuera el de un soñador inexperto, pese a su naturaleza divina, que al despertar olvidará a sus creaturas y probablemente los orillará a la nada, ¿qué destino o razón de ser más poderoso podría tener el hombre más allá del caminar hacia su propia muerte con certeza de que es lo único verdaderamente ineludible? La muerte es el final, pero si esta pudiera mirarse ante un espejo reflejado en otro espejo, sus expresiones serían infinitas.


Bibliografía

Gorostiza, José, Muerte sin fin, 1ª ed., México: Colegio de México, 2009, 109 pp.

Cantú, Arturo, “En la red de cristal” en José Gorostiza, Muerte sin fin, 1ª ed., México: Colegio de México, 2009, pp.75-100



[1] Arturo Cantú, “En la red de cristal”, p. 77

[2] Ibidem, p. 78

[3] Versos del 507 al 524

domingo, 6 de febrero de 2011

III. Profecía a tinta azul y negra

Hace algunos meses hice este dibujo en un momento en el que dejé que los trazos se dibujaran solos (con un poco de ayuda de mi mano). Las imágenes hablan más allá de mi boca, de mis propias palabras. Incluso más allá de mí, porque son parte de un discurso del que yo formo parte pero que no me pertenece: yo le pertenezco a él. Al mirarlo recuerdo que nada se olvida.


domingo, 23 de enero de 2011

II. Caminos que ya estaban ahí

El prólogo a Israel se vuelve cada vez más curioso. Con una infinidad de notas al pie de página (notas que no están ahí, pero que bien las mentes suspicaces pueden percibir) le voy señalando al lector que las cosas no siempre son lo que parecen. Si bien el conocer a un hombre marcó definitivamente mi deseo de ir allá, este fue sólo el primer paso de un proceso mucho más complejo del que yo pensé. El milagro no terminó ahí. Porque la cadena de hechos inconexos que sí estaban conectados me llevó a conocer al hombre que no es un mero símbolo, sino la posible consumación de todo cuanto he deseado: Isaac. Él ya estaba ahí. Ya había estado, en muchos momentos, en muchos lugares. Nos pudimos haber encontrado de muchas formas, las más simples, las más comunes. Pero no fue así... Maktub, dicen por ahí.

Nos encontramos ahora.

viernes, 21 de enero de 2011

I. Algo que está lejos y está cerca

Tengo que aceptar que desde que conocí a Deyvi Damar mi perspectiva del mundo cambió. No por todos los "y si..." que forjé a partir de ese "encuentro", sino por la condición tan extraña en que se desarrolló, la conexión de hechos, de mundos, de palabras y aun de sueños. Pensé que sin duda, si algún día escribiera una novela acerca de nosotros se llamaría como el nombre que en hebreo se le da a España. ¿Por qué? Porque ahí empezó todo. No en el lugar, sino en la palabra, en su significado, en el antes y después que para ambos simboliza (un ambos que ahora se reduce a un yo, que es sólo yo, porque él no debe saber, al menos ahora, que estoy escribiendo acerca de su importancia en mi vida).

Israel me interesaba ya, de algún modo, pero al conocer a alguien que pronto estaría viviendo ahí ese simple gusto fue evolucionando desde una curiosidad básica (como la que sentimos por cualquier lugar en el mundo que algún día nos gustaría visitar) hasta una fascinación que, más allá de cualquier filiación política o religiosa, me llevó a decidir que ahí es donde viviré cuando termine mis estudios universitarios.

Alguna vez escribí un poema, cuyo inicio me gustó tanto que, pese a haberlo roto en pedacitos y tirado luego de ver que me sentía poco conforme con el estilo, es la única parte que aún conservo en la memoria y que a veces todavía repito para mí misma intentando siempre completarlo (aún sin éxito). Eretz Israel, sueño contigo... Hablaba de aquella tierra, como se habla del hombre amado, como se sueña con él.

Está lejos, está cerca... más cerca de lo que a veces estoy yo de mí misma. ¿Dónde quedó Deyvi Damar en todo esto? Él es la personificación de aquello que ahora deseo más que cualquier otra cosa. No hablo de él como se habla del hombre al que se ama, como alguien a quien amar, aunque sé que pudiera hacerlo, sino como la llave que abrió la puerta que durante mucho tiempo me negué a abrir por miedo a aquello que pudiera encontrar del otro lado. Y del otro lado, hoy descubro, está Israel.

viernes, 14 de enero de 2011

:.: Where :.:

(Un texto de mi amigo Raziel Gardel)


Ella me espera, y yo juré que volvería.

Ella, la noble alma cuya mirada me atravesó la mente con violencia, y descubrió en mí la bondad. Ella, que incluso a mí me convenció de que hay luz en mi sombra. Ella, cuyos labios recorrieron la dureza de mi rostro con ternura. Ella, que tomó mi corazón entre sus manos y me hizo sentir por vez primera eso a lo que le llaman "calor".

Cuando desperté, ya no supe dónde estaba. Era un lugar extraño, con calles sin nombre, fachadas sin número y cielo sin estrellas. Llovía soledad, y no me dí cuenta de que estaba avanzando por que no escuchaba mis pasos. No encontré una sola alma, sólo un montón de personas. Miles de pares de miradas de desprecio. Rostros enfadados con quién sabe quién. Manos cerradas en puños, con nudillos pálidos por el frío. Voces de niños gritando cosas que nadie quería escuchar. Sonrisas apagadas por el canto de dolor de las hipócritas, que reclaman la pérdida de lo que ellas mismas desperdiciaron. Y en cada poro de mi piel erizada sentí la necesidad de un abrazo.

¿Dónde estaba ella?

Doblé por la esquina, y llegué a donde había una mujer desnuda vendiendo pétalos y tallos de rosas marchitas. Aprendí en sus manos que aún las espinas muertas hacen sangrar. Me atreví a pedirle me dijera dónde estaba, y su voz respondió un simple "estás aquí". Su mano sangrante tocó mi pecho, y por un instante me sentí en caída libre. Al abrir los ojos, descubrí su hermoso cuerpo muerto, y los pétalos negros volaban poco entre las gotas de lluvia, hasta ser derribados. Pero antes de alejarme, miré en su rostro muerto la más dulce de las sonrisas.

¿Dónde estaba ella?

MIré a los más jóvenes arrancándose pedazos de piel, para enrollarlos y fumarlos. Miré a los más viejos abriendo la boca con fuerza, gritando sin voz, como queriendo vomitar la poca vida que les quedaba. Miré a los más intrépidos sufriendo en el suelo, con los huesos rotos y las esperanzas muertas. Nadie más los miraba, y yo no podía alcanzarlos. Miré a todos, y no encontré a nadie. Sentí entonces el más grande de los miedos: que entre todos "ellos" estuviera ella, haciéndose pasar por una pieza más en el oscuro tablero. O tal vez no fingía y ya se había convertido en lo que ellos son.

¿Dónde estaba ella?

La brisa helada congeló mi piel, tan fuerte que no era capaz de sentir mis propias manos cubriendo mis brazos. La sangre se congelaba apenas salir de las llagas, y las lágrimas no se atrevían a estar afuera. No encontré abrigo ni piedad, así que corrí en busca de una idea. Y en un callejón vacío encontré mis juguetes rotos de cuando era niño, y reconocí entonces el sitio donde estaba. O más bien, lo recordé: estaba en mí sin ella. Estaba en lo que yo era antes que ella llegara. El lugar que antes era tan acogedor, ya no lo era tanto. El hogar ya no es el hogar. Después de conocer la belleza de ella, ya no había un "después".

Cumplí mi promesa: yo volví. Y ella me espera, pero no sé dónde. Quizá sea su destino esperarme por siempre, y quizá sea mi destino por siempre buscarla. Pero tal parece que nunca la voy a encontrar.

Lo que el corazón perdió, la mente no lo puede dar.