domingo, 17 de julio de 2011

La isla y la noche

Teseo estaba recostado en el camastro, estirado sobre su espalda, relajadamente. Una copa de vino en su mano derecha se mecía como el mar bajo el influjo del viento. La miraba con lujuria, casi con hambre, casi con el hambre de un marinero famélico cuya dieta ha estado limitada durante meses a granos de trigo.

-Desnúdate.

Ariadna obedeció. El blanco semitransparente manto se deslizó desde su pecho hasta sus pies. La curvilínea y pálida figura resaltó en contra del horizonte nocturno. Se acercó con lentitud hacia su amante, y su amante hizo lo que cualquier héroe en su lugar hubiera hecho: La tomó con violencia, con sed, con ansia, con todo el deseo que tenía de tomarla de aquella manera desde que ella se le había insinuado por primera vez. Él -se decía a sí mismo- la había salvado del laberinto, y no al revés. Ariadna le pertenecía, por derecho heróico.

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