sábado, 11 de junio de 2011

Una lectura de Muerte sin fin, de José Gorostiza

Es complicado hablar de lecturas alternas de obras consagradas como Muerte sin fin. Si bien, por un lado, la crítica oficial y los académicos ya se han encargado de estudiar a fondo los detalles que caracterizan a esta obra, todavía quedan, por el otro, una serie de alternativas en la percepción de los detalles que la conforman. La totalidad de las posibles lecturas nunca quedará cerrada a nuevas adiciones, ya que Muerte sin fin es un poema que habla de una variedad impresionante de temas, los que, sin embargo, circundan siempre en torno a un origen básico, fundamental: el vaso y su contenido como una metáfora de todo cuando ha sido y es. El vaso como una representación material de aquello que contiene lo informe y que le da forma a esto mismo. Así, el hombre es el agua que se desborda y que necesita de un sostén metafísico para existir, porque si bien el vaso representa a Dios, es también todo aquello que dota de razón de ser a cualquier suceso plausible en el mundo.

Los primeros versos de Muerte sin fin se consolidan, desde mi perspectiva, como un Génesis del resto del texto. La mente viaja hacia el origen, regresa a la semilla de todo y, desde ahí, se transporta paso a paso a través de todo lo que concierne a la inteligencia del ser humano, y de todas las preguntas que es capaz de plantearse. Este Génesis deviene en la idea de un universo que toma conciencia de sí mismo y a través de este conocimiento traza una suerte de mapa para explicar su propia existencia y para todo lo que, a partir de esto, él producirá. Dice Arturo Cantú en su estudio sobre Muerte sin fin, titulado “En la red de cristal”: «Dios, como cualquier tipo de determinación sobre la materia».[1] Así pues, el inicio de este poema transcurre a través de los planteamientos que la voz poética se hace al observar el vaso y hacer las analogías correspondientes. Si bien esta primera fase no transcurre al iniciar un sueño como en el conocido poema de Sor Juana, sí es producto de una elevación que procede de la contemplación, por lo que el sueño, o mejor dicho el ensueño, está presente en todo momento del texto, en el origen mismo de las ideas y las imágenes. En el ya mencionado estudio Cantú hace una mención que parece avalar el planteamiento: «”Soñar” es lo mismo que concebir el mundo, pensarlo, ordenarlo, tarea de la inteligencia divina […].[2]»

La simpleza de un vaso, su forma básica y el agua que contiene es por sí mismo una metáfora simple de lo más complejo, como una figura a escala de todo cuando constituye al universo. No sólo hablando de un universo material, sino de uno que trasciende cualquier idea de materia que pueda tenerse. Como en un caleidoscopio las formas se entremezclan dando paso a nuevos matices y combinaciones. No es de extrañarse, pues, que el texto hasta cierto punto sea un ciclo cuyos puntos fundamentales esconden siempre una visión que va de lo escabroso, por la nimia condición del ser humano ante la grandeza de cuanto es parte, hasta lo que nos lleva a la total duda ontológica de la existencia de todo lo que es y lo que se supone que somos.

Otro elemento de suma importancia dentro del texto es la idea del sueño dentro del sueño y el mundo como sueño de alguien, de un demiurgo o inteligencia que aunque imagina, no ha creado del todo, porque la materia que contiene aún es informe e incapaz de sostenerse sin el soporte del vaso. El concepto de la inteligencia creadora que se pone en duda Un juego de espejos hace que las imágenes poéticas aparezcan embonadas aunque temáticamente pudiera decirse que no están directamente relacionadas. Es justo en este aspecto en donde puede notarse la relación entre la estructura del poema y el contenido: Todo está conectado desde las raíces aunque en la superficie esta conexión no sea del todo obvia.

El planteamiento que ya se ha sembrado en la mente del lector al inicio del poema, más adelante, en otras partes, resurgirá de nuevo como esa metáfora de la planta que regresa a la semilla, y la materia informe que regresa a su fuente. La vida no busca más que morir para volver al lugar de donde proviene. La gota se evaporará para regresar al mar. La inteligencia individual regresará a La Inteligencia. Con respecto a esto, hay dos partes que llaman la atención. La primera está presente en los versos 160 y 161: «¡planta-semilla-planta! / ¡planta-semilla-planta!», que recuerdan la concepción del tiempo cíclico: hechos que reflejados en espejos múltiples no son más que reproducciones de sucesos anteriores. Luego, el tópico aparece en el siguiente fragmento:


[…]
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en sí, la pura forma,
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a construir el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto el dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.[3]

El agua se evapora para regresar a las nubes, la vida regresa al principio cuando muy probablemente aún no era vida, como si el ser regresara al vientre materno y aun a la materia que hizo posible su creación; y las estrellas que ahora brillan se apagaran para dar paso a la oscuridad primigenia.

Más adelante se habla de la vida y la muerte como extremos del mismo ciclo, del mismo cordón. La muerte como el final de la vida, o la vida como el principio de la muerte. Si el mundo es sueño, y el hombre está en el mundo, el hombre es parte del sueño, y por lo tanto, habrá de desaparecer con éste.

Es llamativa la intervención final del Diablo que aparece en canciones de estilo más popular. La aparición de la antítesis de Dios nos sugiere algo; en mi opinión, un ruptura con la idea del Dios soñador como una inteligencia enteramente consciente de su creación; porque si bien la inteligencia creadora puede tener un origen en sí misma, también podría ser fin en sí misma: un ser que es principio y fin; y si nosotros somos el sueño de esta inteligencia, ¿qué pasará cuando esta despierte? Si somos aun la materia informe, el agua a través de la cual se puede apreciar el mundo entero, pero que no puede sostener forma alguna más que cuando es contenida, ¿qué pasaría si el vaso decidiera ya no hacerlo más, si abandonara definitivamente su cometido? Y si este mundo que es sueño fuera el de un soñador inexperto, pese a su naturaleza divina, que al despertar olvidará a sus creaturas y probablemente los orillará a la nada, ¿qué destino o razón de ser más poderoso podría tener el hombre más allá del caminar hacia su propia muerte con certeza de que es lo único verdaderamente ineludible? La muerte es el final, pero si esta pudiera mirarse ante un espejo reflejado en otro espejo, sus expresiones serían infinitas.


Bibliografía

Gorostiza, José, Muerte sin fin, 1ª ed., México: Colegio de México, 2009, 109 pp.

Cantú, Arturo, “En la red de cristal” en José Gorostiza, Muerte sin fin, 1ª ed., México: Colegio de México, 2009, pp.75-100



[1] Arturo Cantú, “En la red de cristal”, p. 77

[2] Ibidem, p. 78

[3] Versos del 507 al 524

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