lunes, 29 de agosto de 2011

Punto de encuentro

Aquí, ahora, es el tiempo,
el lugar que esperamos.
¿O en el que esperamos?
No hay más. No hay búsquedas erradas,
no hay encuentros, no hay salvación.
Amigo mío,
habib, el horizonte nos muestra sólo
detalles nimios, solos caminos
que podríamos caminar.
No hay absolutos: cambian.
Las aguas nunca son las mismas.
La lluvia -cada una de las gotas que toquen tu cuerpo-
eres tú.
Las nubes color plomo, la tormenta,
ahí somos los dos, pero no como los dos,
porque somos un correlato, la respiración del aire que pasa entre nosotros,
que nos toca en la distancia.
Te veo. Tu mirada se alza al cielo.
Sonríes.
No hay nada más que eso.

(El mundo se calla).

Todos los caminos me llevan a ti.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Un cuento

Pasión desbordada, mitificada.
Pasión álgida, pasión sin sentido.
Y es que tú, mi amado, eres
el desgaste absoluto del camino,
el pie quebrado en el sendero,
la duda innata,
el alcohol que siempre puede embriagar un poco más.
Hoy que te encontré fuiste tú
el recuerdo que, aunque vive en mí enterrado,
no tiene rostro.
Pero sí tiene voz,
porque me habla siempre,
desde la vigilia,
desde ese mirar sin mirar de los traslados,
desde las búsquedas de algo quieto detrás del cristal.
Voz que es fuego y trampa, sin sonido.
Recuerdo.
¿Cuál es tu nombre?
Tú nombre es hoy uno impronunciable,
con el que podría construir (sólo eso) anagramas peculiares.
No es el ladrillo que busqué para el próximo muro de Jerusalem.
Tu rostro fue por un momento su rostro, sí.
Pero el recuerdo (¡oh, amnesia corrupta!) se olvidó de mí.
Fuiste sólo miradas fugaces,
una plática casual (que por supuesto yo había buscado).
Un encuentro favorecido por todo,
excepto por el amor.

jueves, 18 de agosto de 2011

Sobre genealogías malditas


Mis dos apellidos provienen de hombres deshonestos que, según la tradición cristiana, se van a ir al infierno; según la budista, van a reencarnar en cucarachas (si no es que uno de ellos ya lo hizo) y según yo, sólo merecen vivir en este escrito, únicamente por la influencia positiva que sus malas acciones tuvieron en mi vida.

El Huidobro, por un lado, proviene de Luis Huidobro Polo, mi progenitor, al que no me atrevo a llamar ni padre porque jamás cumplió con dicha función. El bastardo éste se dedicó a procrear desde temprana edad, y no contento con romper el corazón de cuanta mujer se le atravesó, también tenía especial gusto por deslindarse de su progenie al grado de vivir sumamente tranquilo sin saber de ellos nunca más. Pero este comportamiento no era exclusivo para con sus hijos. Durante años evitó contacto con sus hermanos, y no derramó ni una sola lágrima cuando le informé de la muerte de uno de ellos. El señor Huidobro volvió a salir de mi vida cuando, después de unos días de feliz convivencia ficticia, me llamó desde su actual Yucatán y le pedí ayuda económica. Desapareció, y yo, por supuesto, lo maldije y le deseé la muerte con una vehemencia tal que si ahora alguien me pidiera que reviviera el momento, que repitiera todo lo que le escribí (porque el muy cobarde no se atrevió a hablar conmigo de nuevo) yo misma juraría que esas palabras no salieron de mí, sino de algo más oscuro, más lejano, que aunque vive en mí, no suele hacer acto de presencia nunca.

El Chacón, por otro lado, le pertenece al señor Rubén Chacón Chaboya, mi abuelo materno. Este hombre desposó a mi entonces joven abuela. De los hechos posteriores a esto, claro está, llegó mi querida madre al mundo. Luego, dejando embarazada a mi abuela por segunda ocasión, se largó por asuntos de trabajo y no se supo de él por largo tiempo. Mi abuela perdió a ese segundo hijo y, cuando en algún funeral abuelo y abuela se volvieron a ver, éste ya tenía otra familia. Una hermana de ella le recomendó demandarlo; ella sólo quiso un divorcio discreto, simple (tan simple como un divorcio pueda ser). Luego de esto, el señor visitó a mi madre con la frecuencia más propia para las visitas a familiares lejanos. Un dato curioso al respecto de este individuo es que yo recuerdo claramente haberlo conocido. La primera vez que yo lo vi, fue la última que lo vio mi madre. En aquella ocasión, en que yo tendría 2 años, mi abuelo me regaló un memorama de personajes de Disney. A mi mamá le dio boletos del metro para la regresada a casa, y tan tán. No volvimos a saber nada de él, nunca.

Pero, pese a lo que pudiera pensarse con respecto a esto, no escribo para quejarme de lo que subyace a mis apellidos, de mi genealogía maldita. Escribo, precisamente para lo contrario, para redimirlos. Porque algún día tendré un esposo, hijos, una familia que trascenderá cualquier rezago de dolor, o impulso inconsciente de repetición que el pasado (y sus integrantes) haya podido provocar en mi persona. No sé si haya tristezas genéticas o maldiciones familiares, pero esto, a manera de edicto, es precisamente la afirmación que nace de toda la Novela romántica que es la historia de mi familia. Yo soy mejor que eso. Y algún día estos dos apellidos sonarán menos a ellos, y más a mí.