No estoy trazando tu retrato, aunque sé que me gustaría que te vieras en ese retrato y al verte supieras como te veía yo. Sin embargo, no eres mi modelo; eres el recuerdo que tengo de un retrato que me sirve para llegar hasta ti como modelo. Ignoro por qué quiero hacerlo, del mismo modo que no sé por qué, al cabo de tanto tiempo muchas veces despierto pensando en ti.
Juan García Ponce, "Envío"
Tal vez uno solo entre todos los amores rechazados era la puerta tan anhelada. Acaso uno solo entre todos los amores aceptados era en verdad una salvación. Pero no todos. Tal vez a fin de cuentas sí hay un orden, es decir, dos tipos de amor: uno que busca la salvación, y otro que no busca nada, que no significa nada, que no tiene la menor trascendencia, pero que en sí mismo es la salvación.
Daniel González Dueñas, Contra el amor
Trato de evocarlo. Era nochebuena, una especialmente fría (o tal vez era que yo no había pasado muchas nochebuenas a la intemperie). Estábamos varios de nosotros reunidos en el patio de la casa de la tía Susana. Adentro también había gente, se escuchaban risas y música animada, como para bailar, aunque yo nunca fui mucho de eso. Trato de evocar bien las imágenes de ese recuerdo, así como evoco la suya, pero todo lo demás parece difuso, neblinoso, como siempre resulta en las memorias de anécdotas simples.
Tal vez sea eso.
En una ocasión tan común como puede ser una reunión familiar que se repite todos los años, algo extraordinario sucedió. Por eso, si alguien mirara la secuencia en mi mente, sólo vería su figura sobre el mundo desenfocado, como en esas fotografías profesionales en donde lo único que importa es lo único que se ve.
Pues bien, que ya entrada la noche, la reja de la entrada rechinó. Tres hombres entraron, conversando entre ellos animosamente. Uno me era familiar por ser amigo de mi primo, el otro: mi primo; al tercero no lo había visto nunca. Llevaba una chamarra de mezclilla de un azul muy claro. Usaba lentes. Cabello castaño, de piel muy blanca. Sonrisa pícara, como de niño. Su mirada recorrió el lugar y, por unos segundos, intercambiamos un vistazo fugaz sin mayor relevancia que la que tuvo en mí, y que hasta hoy perdura. Puede que la memoria me traicione, puede... pero no. No con él. Mi primo lo presentó a la familia cercana de modo casual, y luego los tres se sentaron y tomaron cervezas de una hielera próxima a ellos. Inicialmente no lo miraba por algo en particular. Sino, tal vez, por ser el único elemento discordante en la tranquila cotidianidad de la familia.
Del mismo modo en que, al mirar un cuadro que ha estado colgado en la pared desde siempre, de pronto un día, atónitos, descubrimos un detalle que había pasado desapercibido; así, en algún punto de la noche, lo cotidiano se rompía a pedazos, como la huella en forma de telaraña del golpe de una roca en un cristal, alrededor de aquel hombre. No hay otra forma, con menos palabras, de describirlo.
Sus expresiones iban de la risa, a la sonrisa, y luego a la seriedad; luego la seriedad se quebraba por una carcajada, y la carcajada se interrumpía por un trago de cerveza. Pero en algún momento, y no sé cómo o por qué; si se sintió observado o simplemente fue casualidad, me miró, desconcertado por algo que acababan de decirle. El desconcierto se borró. Me sonrió con una de esas sonrisas que dicen simplemente "Hola". Le sonreí y me llevé una mano al pecho, como buscando un crucifijo inexistente, cosa que hago con frecuencia cuando no sé qué más hacer. Bajé la mirada y la dirigí hacia otro lado, hacia una tía, hacia los que estaban en mi círculo, como si estuviera interesada en la conversación que ahí se desarrollaba
"... pues, la bicicleta estaba muy bonita, yo creo que estaba cara... "
Escondí las manos en el suéter. Llevaba puesto uno negro de cuello de tortuga. Ese día no me maquillé. "No me maquillé. Traigo la cara más pálida que la..." Y era él quien me miraba en esta ocasión. En el instante en que atrapé su mirada (Digo "atrapé", porque cuando me percaté de que me observaba, fue como el momento en que se hace un movimiento rápido con la mano y se atrapa una mosca, para sorpresa y orgullo de uno mismo) él bajó la vista y sonrió ante algo que mi primo dijo. Y vaya que recuerdo bien ese momento. Él, con una sonrisa levemente dibujada. Perfil tres cuartos. Las dos manos alrededor de la lata. Cabeza inclinada. Mirada tierna al suelo. Alza la mirada, y de nuevo nos cruzamos.
La tía Susana siempre hacía tanta cena como para alimentar a todo el vecindario, y aún para que este pudiera guardar un poco para el desayuno. Pero era sólo para nosotros, unos veinticinco. Cuando llegó, pues, el momento de cenar, momento en que entre risas, charlas, música y movimiento, todos los invitados fueron entrando poco a poco a la casa, no sé si por una de esas raras ironías que parecen casi sacadas de película romántica, o por azar, o por que alguien decidió hacerlo ya consciente de lo que pasaba entre nosotros, él quedó enfrente de mí en la mesa.
Así, entre conversaciones, bocados, tragos, miradas momentáneas, más risas, pláticas, aportaciones, a veces suyas, a veces mías, a la conversación, creamos una especie de vínculo que, aún sin habernos dirigido directamente el uno al otro en toda la noche, era más cálido que la sensación del tequila deslizándose por la garganta.
Hubo un momento, cuando todos los platos estaban siendo recogidos por la tía y la prima, en que el primo, el amigo, y aquellos que estaban sentados a mis costados se levantaron para salir de nuevo. Él se quedó quieto, con los codos recargados sobre la mesa, los labios recargados sobre los dedos entrecruzados de sus manos, y la mirada perdida, que luego encontró camino hacia la mía. Nos sonreímos.
En el patio, de vuelta, me habló de su vida, de su trabajo. Era alguna clase de editor aficionado a la fotografía. Tenía una voz grave, pero hablaba tímidamente. Cuando callaba para dejarme hablar, sus labios permanecían levemente entreabiertos, como para facilitar las sonrisas sutiles que se dibujaban en su rostro con frecuencia.
Los temas de la conversación no eran importantes, los recuerdo sólo de manera superficial. Un puente se creaba con cada mirada, con la cercanía física que era cada vez más normal, con el tono de cada palabra que oscilaba entre la dulzura y la curiosidad del otro. Rocé su mano accidentalmente y él la apretó. El alcohol hacía de las suyas, sí, pero no podría decirse que nos movíamos según meras reacciones etílicas.
En la madrugada de navidad se ofreció a llevarme a mi departamento. Nos despedimos de mi familia que estaba demasiado ocupada en esas conversaciones que hasta la fecha no puedo recordar. El otro amigo se despidió con el entusiasmo de la borrachera de las 3 de la mañana. Mi primo nos despidió sin recelo, con un simple "Con cuidado", y yo recibí todas aquellas normalidades con la extrañeza de quien sabe que no hay normalidad alguna en tales reacciones de tranquilidad, de confianza cotidiana.
Ya en mi departamento lo invité a pasar no estando muy segura de lo que pasaría a continuación. Preparaba café en la cocina cuando se fue la luz. Con las tazas en mano nos sentamos en el sillón bajo la ventana y alcancé a ver sus facciones bañadas por la tenue iluminación de la calle. Nos besamos. Recargué mi cabeza en su pecho y hablamos, de nuevo, de todo y de nada. Anécdota tras anécdota la madrugada se devoraba a sí misma, como la serpiente que se traga su propia cola, como una serie de fotografías cuyos detalles varían sólo muy brevemente. Sí, pensé que terminaríamos acostándonos, pero no fue así. No tengo ni idea de por qué. Tal vez el erotismo intrínseco en el tener todas las posibilidades de hacerlo, y siempre estar a punto de, y siempre, siempre quedarse en ese punto, era suficiente para nosotros, en ese momento.
Suponía que no lo volvería a ver. Se levantó del sillón para quitarse la chamarra. Y lo miré, así, un momento, de cuerpo completo: el pantalón, no tan ajustado, pero que entreveraba detalles de las formas que abajo de él se escondían; la playera azul oscuro pegada al cuerpo que formaba pliegues misteriosos alrededor de su torso recto y bien simétrico; la forma triangular de su espalda, que era ancha. Las sombras que cruzaban su rostro, la expresión que me indagaba, que se hacía y me hacía preguntas. Se sentó a mi lado. Me apretó una mano y me jaló hacia él. Nos recostamos en el sillón y así nos quedamos hasta que el negro de la noche se tornó gris. Se escuchaban los trinos de las aves. Un suspiro suave de sus labios a mi oído me despertó de un sueño en el que yo conocía a ese hombre desde todos los tiempos. Abrí los ojos. La luz de la mañana ya reverberaba en su cabello castaño y, en una suerte de cascada, le resbalaba por el rostro hasta tocar mi propia piel. Apretó su pecho a mi espalda mientras hundía su rostro en mi cabello.
-¿Qué nos espera? -dijo en un susurro que se desvanecía como el último eco en una cueva lejana.
Era navidad.
Así, entre conversaciones, bocados, tragos, miradas momentáneas, más risas, pláticas, aportaciones, a veces suyas, a veces mías, a la conversación, creamos una especie de vínculo que, aún sin habernos dirigido directamente el uno al otro en toda la noche, era más cálido que la sensación del tequila deslizándose por la garganta.
Hubo un momento, cuando todos los platos estaban siendo recogidos por la tía y la prima, en que el primo, el amigo, y aquellos que estaban sentados a mis costados se levantaron para salir de nuevo. Él se quedó quieto, con los codos recargados sobre la mesa, los labios recargados sobre los dedos entrecruzados de sus manos, y la mirada perdida, que luego encontró camino hacia la mía. Nos sonreímos.
En el patio, de vuelta, me habló de su vida, de su trabajo. Era alguna clase de editor aficionado a la fotografía. Tenía una voz grave, pero hablaba tímidamente. Cuando callaba para dejarme hablar, sus labios permanecían levemente entreabiertos, como para facilitar las sonrisas sutiles que se dibujaban en su rostro con frecuencia.
Los temas de la conversación no eran importantes, los recuerdo sólo de manera superficial. Un puente se creaba con cada mirada, con la cercanía física que era cada vez más normal, con el tono de cada palabra que oscilaba entre la dulzura y la curiosidad del otro. Rocé su mano accidentalmente y él la apretó. El alcohol hacía de las suyas, sí, pero no podría decirse que nos movíamos según meras reacciones etílicas.
En la madrugada de navidad se ofreció a llevarme a mi departamento. Nos despedimos de mi familia que estaba demasiado ocupada en esas conversaciones que hasta la fecha no puedo recordar. El otro amigo se despidió con el entusiasmo de la borrachera de las 3 de la mañana. Mi primo nos despidió sin recelo, con un simple "Con cuidado", y yo recibí todas aquellas normalidades con la extrañeza de quien sabe que no hay normalidad alguna en tales reacciones de tranquilidad, de confianza cotidiana.
Ya en mi departamento lo invité a pasar no estando muy segura de lo que pasaría a continuación. Preparaba café en la cocina cuando se fue la luz. Con las tazas en mano nos sentamos en el sillón bajo la ventana y alcancé a ver sus facciones bañadas por la tenue iluminación de la calle. Nos besamos. Recargué mi cabeza en su pecho y hablamos, de nuevo, de todo y de nada. Anécdota tras anécdota la madrugada se devoraba a sí misma, como la serpiente que se traga su propia cola, como una serie de fotografías cuyos detalles varían sólo muy brevemente. Sí, pensé que terminaríamos acostándonos, pero no fue así. No tengo ni idea de por qué. Tal vez el erotismo intrínseco en el tener todas las posibilidades de hacerlo, y siempre estar a punto de, y siempre, siempre quedarse en ese punto, era suficiente para nosotros, en ese momento.
Suponía que no lo volvería a ver. Se levantó del sillón para quitarse la chamarra. Y lo miré, así, un momento, de cuerpo completo: el pantalón, no tan ajustado, pero que entreveraba detalles de las formas que abajo de él se escondían; la playera azul oscuro pegada al cuerpo que formaba pliegues misteriosos alrededor de su torso recto y bien simétrico; la forma triangular de su espalda, que era ancha. Las sombras que cruzaban su rostro, la expresión que me indagaba, que se hacía y me hacía preguntas. Se sentó a mi lado. Me apretó una mano y me jaló hacia él. Nos recostamos en el sillón y así nos quedamos hasta que el negro de la noche se tornó gris. Se escuchaban los trinos de las aves. Un suspiro suave de sus labios a mi oído me despertó de un sueño en el que yo conocía a ese hombre desde todos los tiempos. Abrí los ojos. La luz de la mañana ya reverberaba en su cabello castaño y, en una suerte de cascada, le resbalaba por el rostro hasta tocar mi propia piel. Apretó su pecho a mi espalda mientras hundía su rostro en mi cabello.
-¿Qué nos espera? -dijo en un susurro que se desvanecía como el último eco en una cueva lejana.
Era navidad.