Ariadna despertó. La niebla matinal hacía borroso el paisaje. Frío inusual.
Teseo ya no estaba. Y ella, ahí, sola y desnuda, se soltó a llorar con un llanto ahogado y agudo. Un grito de horror, casi aberrante, casi monstruoso, salió paulatinamente de su garganta hasta romperse él solo contra las olas del mar que rugía al unísono. El grito se extendió más allá de ella, atravesó la isla, silenció a las aves, quebró el aire, y luego se deshizo. Ni un solo barco se divisaba en el horizonte.
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